Oración inicial
María, Madre del sí, tú escuchaste a Jesús
y conoces el timbre de su voz
y el latido de su corazón.
Estrella de la mañana, háblanos de Él
y descríbenos tu camino
para seguirlo por la senda de la fe.
María, que en Nazaret habitaste con Jesús,
imprime en nuestra vida tus sentimientos,
tu docilidad, tu silencio que escucha y hace florecer
la Palabra en opciones de auténtica libertad.
María, háblanos de Jesús, para que el frescor
de nuestra fe brille en nuestros ojos
y caliente el corazón de aquellos
con quienes nos encontremos,
como tú hiciste al visitar a Isabel,
que en su vejez se alegró contigo
por el don de la vida.
María, Virgen del Magníficat
ayúdanos a llevar la alegría al mundo
y, como en Caná, impulsa a todos los congregantes
a hacer sólo lo que Jesús les diga.
María, Virgen Inmaculada, puerta del cielo,
ayúdanos a elevar nuestra mirada a las alturas.
Queremos ver a Jesús, hablar con él
y anunciar a todos su amor.
Cf. Oración de SS. Benedicto XVI, en Loreto
Para contemplar…
Lc 1, 39-47 «Se cumplirá»
Para agradar a María…
Miraré a los demás como los mira María, hablaré bien de todos, excusaré, perdonaré…
Para presentar a María…
Los enfermos, los que sufren en el cuerpo o en el espíritu.
Para meditar…
Se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción -así la veneramos hoy con devoción y gratitud-, realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús.
Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.
María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e,implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas.
¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro?
SS. Benedicto XVI, 8 de diciembre de 2007