MISIONEROS – Crónicas (28/01/13)

El pasado Lunes comenzó el día con mucho sueño, un poco de dolor de cabeza y de tos por el constipado y, para qué negarlo, con un poco de pereza. Pero en ese día hay algo diferente. Te despiertas por una razón distinta. Te levantas de la cama, no para dedicarte a ti o para hacer algo por ti; te levantas para entregar tu mañana. Lo mejor de esto es que al despertar casi no eres consciente de ello pero por alguna razón te mueves con alegría, te pones el polo rojo, te colocas el brazalete y pones rumbo “acelerado”, porque probablemente se te haya echado el tiempo encima, hacia el Mater.

Al principio, te encuentras un poco descolocada. Siempre hay caras nuevas por muchas veces que misiones. Pero todo encaja cuando te das cuenta de que ahora, y no desde hace mucho, la misión empieza en la capilla junto al Señor. Bajas a la capilla y poco a poco esas ganas de llevar tu tiempo a los demás crecen. Con cada momento frente a la custodia y con cada palabra de la meditación sobre el milagro de las bodas de Caná vas entendiendo mejor porque tienes que estar en esa capilla a esas horas y no en tu cama.

Finalmente, te proponen una iniciativa nueva: “Quien quiera puede hacer fila para recibir la bendición del Santísimo”. Nunca deja de haber sorpresas. Y así, sin más, sales de esa capilla completamente distinta a como entraste. Dios te ha enviado a misionar y todo se ve de otro color.

Conoces a tu reunión, siempre descubriendo misioneras nuevas, con ganas de conocer lo que implica entregarse a los demás. Durante la reunión, con sólo leer el papel, te das cuenta de que casi siempre somos las jefas a las que nos queda mucho por aprender con cada línea. Intentas explicar lo mejor que puedes el tema de la reunión, y sin saberlo, quizás por esa petición que has hecho en la capilla de poder ayudar a tu reunión, Dios va poniendo palabras en boca de todas que van aumentando las ganas de salir al mundo a llevar la palabra de Dios a los hombres. Crece así, entre todas, la “sed de almas”.

No importa si te ha tocado asilo, cotolengo, casa cuna o cualquier otro destino. Vamos a entregarle nuestro tiempo a Dios. Y así, la mañana, transcurre en todo momento con alegría.

Cruzas la puerta de la residencia, siempre con un poco de “miedo y corte” que se trata de disimular y allí estás, como instrumento de Dios pidiéndole que Él obre a través de ti con aquellos ancianos. Te sientas con uno, sin saber muy bien porque ese y no otro y tratas de llenar ese rato de esa persona tanto como puedas. Porque en ese momento no hay nada más importante que hacer que: mirar, escuchar, hablar, hacer reír o simplemente cuidar o sonreír a ese anciano. Entonces te das cuenta de que sólo en los momentos en los que tú eres lo último que importa, sólo en aquellos momentos en los que el necesitado, el débil, el pobre o el inválido pasan a ocupar tu corazón, sólo entonces puedes dejarte hacer por Dios como un pincel en manos de un artista y sólo entonces, el hombre se realiza totalmente. Es feliz.

Sofía Radley

3º de Carrera, Farmacia