Comentan las malas lenguas que el despertar es el momento más dificil del día. Unos segundos en los que tienes que emplear toda tu fuerza de voluntad para eludir a Morfeo y entrar en la realidad. Sin embargo, no es así para un Montañero (o no siempre). Empezamos el día con alegría, con deseos de ser más. Los días de excursión, sin embargo, hay algo distinto. Una quintaesecia que impregna el ambiente, un algo que casi se nos escapa. Casi. El Montañero lo siente, y con más ganas que nunca se pone en pie. Es el día en que iremos a nuestro santuario particular, la montaña; esa escuela que tanto nos enseña.

Y así, nos encontramos reunidos de pronto en el Mater con nuestros compañeros de patrulla. Con más o menos sueño, estas u otras preocupaciones. Pero con una sonrisa en la cara porque sabemos que hoy va a ser un gran día. Camino de nuestro destino, la Sierra de Guadarrama, nos vamos poniendo al corriente de nuestras novedades, bromeamos, reímos, y quitamos las ganas de dormir a los que aún las conservan. Y llegamos a nuestro destino. Tras una breve organización, nos colocamos en círculo los casi 45 que éramos (una vez más ¡Batimos récords!), y dirigidos por los experimentados jefes llevamos a cabo el calentamiento, a fin de evitar esguinces y similares lesiones. Acto seguido, ofrecemos el día al Señor y a nuestra Madre, pidiéndoles que nos acompañen y ayuden, porque con su ayuda somos capaces de cualquier cosa. Y sin más dilación, comenzamos a marchar.

Aunque no vemos nuestra meta final, Montón de Trigo (2161m), confiamos en la dirección de nuestros diestros guías, y poco a poco, devoramos el camino frente a nosotros, con esa pasión por la naturaleza que nos caracteriza. El primer tramo, en silencio, donde cada miembro de esta gran famila aprovecha para admirar el paraje, y hablar con ese gran amigo nuestro que es Jesús (el mejor, de hecho), en mayor o menor medida. De este modo, le contamos nuestros problemas y alegrías, le rezamos, intentamos escucharle… En definitiva, charlamos, construimos nuestra relación con Él. Ya desde el principio del camino hizo acto de presencia una llovizna que sería otra compañera más durante el camino, pero que ni calaba ni enfriaba. Poco a poco, sin embargo, a medida que ascendíamos, el frío fue haciéndose notar, y para nuestro contento comenzamos a ver los primeros manchurrones de nieve al borde del camino.

Tras una parada en una encrucijada, nos echamos los petates al hombro, y empezamos la ascensión final a Cerro Mingote. Nada más empezar a subir, el verde y marrón del campo mudó su color al blanco de la nieve y algunos trozos de hielo. Una densa niebla empezó a recubrirnos; y al llegar a la cumbre intermedia, vimos que no nos era posible seguir hasta Montón de Trigo, debido a las duras condiciones. Sin embargo, no con menos fuerza realizamos nuestro grito, y mientras dábamos gracias a Dios por haber llegado allí, por fe sentimos las cumbres que nos rodeaban, pues físicamente no veíamos nada. Cuidadosamente emprendimos el regreso, y aunque la montaña por esta vez nos ganase la batalla, no nos ganaría la guerra. Una vez abajo, rellenamos el combustible con una buena comida, y llegamos al momento de los juegos en grupo. Comenzamos con el clásico Pistolero, seguido de un conocido “Policías y ladrones” y finalizamos con un novedoso “Guerra de Submarinos”, donde una vez más, volvimos a tener fe, pues se trata de jugar con los ojos cerrados, y confiar en la buena dirección del capitán del submarino. Así, cansados pero no derrotados, y con ganas de volver a esta cumbre, emprendimos el regreso a casa.

